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El sol estaba a punto de ocultarse. El anaranjado claro de las distantes montañas del norte se había oscurecido. El paisaje me dio el sentimiento de un mundo solitario barrido por el viento.

‑Ustedes ya han aprendido que el temple de un guerrero está en el ser humilde y eficiente ‑dijo don Genaro, y su voz me hizo saltar‑. Ya han aprendido a actuar sin esperar ni pedir nada a cambio. Ahora les digo que, para soportar lo que les aguarda más allá de este día, necesitarán ustedes contenerse hasta lo último.

Experimenté un choque en el estómago. Pablito empezó a temblar levemente.

‑Un guerrero debe estar siempre listo. El destino de todos nosotros los que estamos aquí ha sido saber que somos prisioneros del poder. Nadie sabe por qué nosotros en particular, pero ¡qué buena suerte!

Don Genaro calló y bajó la cabeza como exhausto. Yo nunca lo había oído hablar en esos términos.

‑Aquí es obligatorio que el guerrero diga adiós a todos los presentes y a todos los que deja atrás ‑dijo de pronto don Juan‑. Debe hacerlo en sus propias palabras y en voz alta, para que su voz se quede para siempre en este sitio de poder.

La voz de don Juan añadió otra dimensión a mi estado de ser en ese momento. Nuestra conversación en el coche se hizo doblemente conmovedora. ¡Cuánta razón tenía al decir que la serenidad del paisaje en torno había sido sólo un espejismo, y que la expli­cación de los brujos descargaba un golpe que nadie podría parar! Yo había oído la explicación de los brujos y había experimentado sus premisas; y allí estaba, desarmado y desvalido como nunca lo había estado antes en mi vida. Nada de cuanto había he­cho, de cuanto había imaginado, podía compararse con la angustia y la soledad de aquel momento. La ex­plicación de los brujos me había despojado incluso de mi "razón". Don Juan también estaba en lo cierto al decir que un guerrero no podía evitar el dolor y el sufrimiento, sino únicamente la entrega a ellos. En ese momento mi tristeza era incontenible. No so­portaba decir adiós a quienes habían compartido las vueltas de mi destino. Dije a don Juan y a don Ge­naro que había hecho un pacto de morir con cierta persona, y que mi espíritu no se resignaba a dejarla sola.

‑Todos estamos solos, Carlitos ‑dijo don Genaro suavemente‑. ,Ésa es nuestra condición.

Sentí en la garganta la angustia de mi pasión por la vida y por los seres que eran queridos para mí; yo rehusaba decirles adiós.

‑Todos estamos solos -dijo don Juan‑. Pero mo­rir solo es morir desolado.

Su voz sonaba seca y apagada, como una tos.

Pablito lloraba en silencio. Luego se puso de pie y habló. No fue una arenga ni un testimonio. En voz clara agradeció la bondad de don Genaro y don Juan. Se volvió hacia Néstor y le agradeció el haberle dado la oportunidad de cuidarlo. Secó sus ojos con la man­ga de su camisa.

‑¡Qué cosa más linda el haber estado en este hermoso mundo! ¡En este maravilloso tiempo! ‑ex­clamó con un suspiro.

Su ánimo era contagioso.

-Si no regreso, te suplico como último favor que ayudes a quienes han compartido mi destino ‑dijo a don Genaro.

Luego miró hacia el oeste, en dirección de su casa. Su delgado cuerpo se convulsionó de llanto. Con los brazos extendidos corrió hacia el borde de la meseta, como para abrazar a alguien. Sus labios se movían; parecía hablar en voz baja.

Aparté la vista. No quería oír lo que Pablito decía.

Regresó a donde estábamos sentados, se dejó caer junto a mí y bajó la cabeza.

Yo era incapaz de decir nada. Pero súbitamente una fuerza exterior pareció tomar las riendas y me hizo levantarme, y también yo dije mi gratitud y mi tristeza.

Guardamos silencio de nuevo. El viento del norte susurraba, soplando contra mi rostro. Don Juan me miró. Nunca había visto tanta bondad en sus ojos. Me dijo que un guerrero se despedía dando las gra­cias a todos los que habían tenido para él un gesto de bondad o de preocupación, y que yo debía expre­sar mi gratitud no sólo hacia ellos sino también hacia aquellos que me habían cuidado y ayudado en mi camino.

Miré hacia el noroeste, hacia Los Ángeles, y todo el sentimentalismo de mi espíritu se vertió. ¡Qué des­carga purificadora fue esa expresión de gracias!

Me senté de nuevo. Nadie me miró.

‑Un guerrero reconoce su dolor pero no se entre­ga a él ‑dijo don Juan‑. Por eso el sentimiento de un guerrero que entra en lo desconocido no es de tris­teza; al contrario, está alegre porque se siente hu­milde ante su gran fortuna, confiado en la impeca­bilidad de su espíritu, y sobre todo, completamente al tanto de su eficiencia. La alegría del guerrero le viene de haber aceptado su destino, y de haber calcu­lado de verdad lo que le espera.

Fragmento de : Relatos de poder




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    Franciska

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